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Un día, un solar en el que construir un futuro; años más tarde, la demolición y levantar desde cero un nuevo porvenir. Ahora, casi cincuenta años más tarde, la historia se repite. Gregorio Andrés Ramos fue una de las personas que hicieron posible que el Clínico, -hoy un montón de escombros-, se pusiera en pie. En las tierras en las que durante casi medio siglo se ha acogido el centro de referencia sanitario de Salamanca, labraba este salmantino su día a día. De su huerta, hacía su forma de ganarse la vida: en el mercado vendía las hortalizas y frutas que recolectaba y contaba con vacas de las que también sacaba provecho.
Cada mañana, sus quehaceres estaban asegurados y no concebía otra rutina que no fuera esa. Sin embargo, la vida tenía otros planes para él. Así lo recuerda su hija Laura Andrés que, con la mirada proyectada en el pasado, recuerda las meriendas en la chopera, las visitas a la huerta de su padre y el paisaje verde en el entorno del río. En 1970, fue la primera vez que ese idílico panorama que la salmantina recuerda con tanto cariño empezó a verse amenazado. «Le llegó una carta a mi tío indicándole que le iban a hacer una expropiación forzosa para la creación del Hospital», recuerda.
Con los papeles en la mano, puesto que aún guarda la notificación por escrito que el Ministerio de Educación y Ciencia les hizo llegar en 1970, rememora el momento en el que para su padre y su tío, la vida se detuvo. «Daban de plazo unos años y ellos, que a duras penas sabían leer y escribir, contrataron un abogado para negociar la expropiación», apunta. Esa negociación que tantos viajes a la capital les costó se cerró con 4,5 millones de pesetas que, sin embargo, tardaron años en recibir. «Ese dinero lo recibieron cuando ya estaba el hospital hecho, cinco años más tarde de que comenzara todo», comenta la hija de Gregorio.
De un día para otro, se quedaron sin trabajo y sin tierras. Todo quedó sepultado por los camiones para dar paso al, entonces, nuevo hospital. Pronto formaron parte del equipo de obreros que haría posible que, ladrillo a ladrillo y piedra a piedra, se construyera el complejo asistencial. «Mi padre no tenía ni idea de poner ladrillos, jamás habían subido de un segundo piso y les daba vértigo ascender», comenta Laura Andrés. Aunque eso no fue lo peor de la construcción. El miedo a las alturas se quedó en un segundo plano cuando empezaron a trabajar con el amianto aunque no conocieron su peligrosidad hasta años después de su construcción.
«La gente utilizaba como material de protección guantes de fregar. Mi tío cuando supo de la peligrosidad tenía pavor a entrar», comenta Laura Andrés. Hace catorce años, el padre de Laura murió de cáncer de pulmón y aún se pregunta si el amianto tuvo algo que ver en ese fatal desenlace. «Es cierto que fumaba, pero también estuvo muchos años trabajando con ese material y se usaba muchísimo», comenta. Tal es así, que durante la demolición del Clínico, las obras se tuvieron que detener por la aparición de más amianto del esperado. «Mi padre podría haber dicho exactamente dónde estaba el amianto en ese hospital», añade Laura.
La construcción del hospital terminó en 1975, cuando se puso en funcionamiento. Y de nuevo, un cambio de vida. Gregorio pudo volver de alguna manera a retomar su mayor afición cuando les propusieron a él y a su hermano trabajar como jardineros en las ocho hectáreas de terreno ajardinado del hospital. De hecho, tenía un invernadero en el interior del hospital y una serie de plantas que daban color al centro. «Ahí pudo recuperar de alguna manera su hobbie hasta que se jubiló».
Entre las paredes del hospital Gregorio forjó su vida y, sin quererlo e inevitablemente, marcó también la de sus hijos. Parte de su infancia con las meriendas en esos huertos, la adolescencia viendo crecer al hospital en el que su padre participaba y la madurez que, inevitablemente, les obligó en algún momento a acudir al hospital. «Lo veo así y me da mucha pena. Me hubiera gustado llevarme un trozo de piedra porque tiene parte de mi infancia y de mi vida pero pienso, para qué», comenta resignada.
Ahora los recuerdos ya no son materiales y no se reflejan en los pasillos del interior del centro, sino que permanecen en la memoria de todos aquellos que cruzaron en algún momento la puerta del hospital buscando un milagro, de quienes esperaron en la cafetería una buena noticia y de quienes salieron del complejo tras volver a nacer, o nacer a secas. La nostalgia se apodera del rostro de Laura que recuerda la historia del hospital desde los ojos de su padre: «Ahora pienso en todo lo que perdió mi padre para que se hiciera un hospital que es sólo un montón de escombros».
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