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El Vaticano se ha convertido estos días en el epicentro de la emoción colectiva, el silencio y el recogimiento. La capilla ardiente del Papa ha abierto sus puertas a miles de fieles que, desde la primera hora, han hecho largas colas para darle el último adiós. Es un momento histórico cargado de simbolismo, donde el respeto se mezcla con el peso de la institución y la solemnidad de cada gesto. Roma guarda silencio, pero no está quieta: la fe se mueve y, con ella, el mundo entero. En cada rincón se percibe una mezcla de duelo y esperanza, como si el tiempo se hubiera detenido para rendir homenaje a una figura que ha trascendido fronteras.
El ambiente es denso, pero no por el ruido, sino por la emoción contenida. El protocolo marca los tiempos con precisión casi coreográfica, pero entre esas líneas tan marcadas emerge una devoción profunda, auténtica, que atraviesa nacionalidades, edades y creencias. A cada paso se percibe la magnitud del momento: una despedida global que no solo rinde homenaje a un pontífice, sino que también confronta a la Iglesia con su propio reflejo en los ojos del pueblo. Y en ese reflejo se encuentran, tanto las certezas de una fe profunda, como las preguntas sobre el futuro de la institución.
A veces los grandes momentos llegan sin previo aviso, y lo que parecía ser solo una escapada se transforma en una vivencia que deja huella. Así fue para tres mujeres salmantinas que, sin buscarlo, se encontraron en el epicentro de un acontecimiento mundial. Su presencia en Roma no fue planeada con ese propósito, pero el curso de los días las llevó a vivir algo que ni en sus previsiones hubieran imaginado. En medio del caos y la multitud, decidieron formar parte de un momento único, llevadas por la emoción, la fe y un profundo respeto hacia una figura que, para ellas, representa cercanía y compromiso con los más necesitados.
Entre los miles de asistentes que hay en estos momentos en la Plaza de San Pedro, un grupo de mujeres salmantinas se destaca por su motivación personal y su devoción. Para María Teresa, Nuria y Ángeles, el viaje a Roma comenzó como «un viaje de ocio», pero rápidamente se convirtió en una experiencia que jamás olvidarán. Y aunque al principio tenían «indecisión y miedo», se dieron cuenta de la magnitud del momento y de lo significativo que sería para ellas ser parte de este acontecimiento histórico «en el que nos despedimos de la máxima autoridad de la Iglesia católica».
«El día que llegamos, a las tres de la mañana, había gente por todos lados, coches de policía...» cuentan, remarcando el nerviosismo y la tristeza que se reflejaba en los rostros de los presentes. Recuerdan que el aire estaba cargado de una emoción palpable. Y entre las miradas bajas y los murmullos, se percibía una sensación colectiva de duelo que se expandía por el ambiente. Cada gesto parecía llenar el aire de una emoción contenida, como si el espacio se hubiera convertido en un refugio para la memoria colectiva de los miles de fieles allí presentes.
Pese a las largas colas y la incertidumbre sobre si podrían entrar, la organización fue impecable gracias al personal de seguridad y pudieron acceder en muy poco tiempo. «El hecho de verlo es una sensación que nunca podremos olvidar», comentan, subrayando el respeto y la solemnidad del lugar en aquellos momentos de profunda emoción colectiva, donde el silencio se hacía presente y la devoción de los fieles llenaba cada rincón del espacio sagrado.
A pesar de la magnitud del evento, sienten que el pueblo «pudo expresar perfectamente su devoción de manera libre», sin que la solemnidad del protocolo restara autenticidad a las emociones. Asimismo, estas salmantinas explican que, aunque el ambiente estaba marcado por la organización y el orden, los asistentes encontraron espacio para mostrar su respeto de manera personal. Y la sensación de que cada individuo podía, en su propio espacio y tiempo, vivir su fe de manera íntima, hizo que la experiencia fuera aún más significativa, uniendo a todos los presentes en un acto de devoción común, a pesar de la multitud.
Este sábado, 26 de abril a las 10:00 horas, la Plaza de San Pedro acogerá la Misa exequial del Papa Francisco, quien falleció el pasado lunes a los 88 años. La ceremonia estará presidida por el cardenal Giovanni Battista Re y contará con la presencia de más de 200 delegaciones internacionales, incluidos jefes de Estado y representantes de gobiernos de todo el mundo. Será un momento de reflexión global donde la Iglesia y el mundo se unirán para rendir homenaje a un pontífice que dejó una huella indeleble en la historia moderna.
Tras la misa, el féretro será trasladado en procesión a la Basílica de Santa María la Mayor, donde el Papa será enterrado en una tumba sencilla, como él mismo lo había solicitado, fuera de los muros del Vaticano. Este evento dará inicio a un periodo de luto de nueve días, conocido como Novendiali, que precederá al cónclave para elegir al próximo pontífice. Y durante estos días, el mundo entero estarán inmersos en un pensamiento profundo sobre su legado mientras se prepara la transición hacia una nueva etapa en la Iglesia
Estos días Roma se encuentra bajo estrictas medidas de seguridad con más de 2.000 agentes desplegados en puntos estratégicos de la ciudad, además de un riguroso control aéreo y terrestre. Se han implementado barreras de seguridad alrededor del Vaticano y otras zonas clave para garantizar la protección tanto de los asistentes como de los dignatarios que participarán en los eventos. Aun así, las autoridades han asegurado que, a pesar de la magnitud de la multitud, todo está cuidadosamente planificado para permitir un desarrollo ordenado y seguro de los actos programados.
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