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Mariano, tercera generación al frente de Confiterías Gil. José Manuel García
Negocios de toda la vida

La confitería de 1956 que normalizó el hornazo en Salamanca más allá del Lunes de Aguas

Con sus orígenes en Peñaranda de Bracamonte, la pastelería Gil lleva casi siete décadas en la capital

Laura Linacero

Salamanca

Lunes, 28 de abril 2025, 12:12

En su despacho presiden dos retratos: el de su tío Agus y su tía Charito. No es casualidad que nos hayamos sentado ahí para que Mariano cuente la historia de la Confitería Gil. Como tampoco lo es que la empresa mantenga los valores iniciales casi setenta años después. Nada es casualidad, todo es fruto del esfuerzo y la pasión de una familia que quería dejar sello en Salamanca, y vaya si lo han conseguido-literal y metafóricamente-. «La empresa empieza en un obrador pequeño en Peñaranda de Bracamonte con Paulino Gil, el padre de mi tío», comienza Mariano, tercera generación y sobrino de Agustín y Rosario.

Concretar en qué año abre las puertas Pastelería Paulino -así comenzó llamándose Confiterías Gil- supone «perderse entre fechas». Sin embargo, contextualiza cómo era el negocio esos primeros años para dar detalles sobre su antigüedad. «Entonces era él quien segaba para mantener la alfalfa que daría de comer a las vacas de las que sacar la leche para hacer los pasteles. Todo nacía de ellos, ahora es impensable», asegura. Una saga de pasteleros que comenzó en el municipio peñarandino y que pronto se extendería a la capital.

«Paulino vio que en Peñaranda las posibilidades para sus hijos se reducían y entonces, se traspasaba una pastelería en María Auxiliadora», explica Mariano. Esa oportunidad se presentó para uno de sus hijos, Agustín Gil, como una posibilidad de futuro. «Además, con ese local entraba un obrador en Arroyo de Santo Domingo y convenció a mi tía para que ella estuviera en la tienda y él en el obrador», explica.

Así comenzó la andadura de Confiterías Gil en la capital hace casi siete décadas: llevando los pasteles de una ubicación a otra en cajones a la cabeza. Un matrimonio recién casado con apenas 25 años que dejaba su pueblo natal para probar suerte en la ciudad. Aunque más que cuestión de suerte, el éxito tuvo que ver con la constancia. «Durante los primeros meses, mi tía dormía en la trastienda de la pastelería y mi tío en el obrador hasta que tuvieron una casa», comenta el sobrino de estos.

Una gran familia en un gran obrador

Desde cero, hasta convertirse en una referencia en Salamanca. De ese pequeño obrador en Santo Domingo se pasó a uno en La Alamedilla, años más tarde a la carretera de Valladolid que también se quedó pequeño y trataron de asentarse en Federico Anaya. Sin embargo, el crecimiento de la empresa era tal que dejaba a todos los locales pequeños y Agustín pensó que la solución sería un gran obrador alejado de la ciudad. En el año 98, ya casi jubilado y afectado por una grave enfermedad, tomó la decisión de dejar «un obrador para toda la vida», como lo define Mariano.

A pesar de las oposiciones por la delicada situación de salud que afrontaba, Agustín no se vino abajo y apostó por ese gran obrador en Villares de la Reina. «Tener ese objetivo le dio años de vida», comenta Mariano. Un sueño cumplido que él apenas disfrutaría, pero que persiguió para dar a la gran familia que había construido un futuro prometedor. Esa familia constituida por los trabajadores que crecieron con él y que, junto con Mariano y otro hermano, algunos de los más veteranos se hicieron socios de la empresa.

«Intentamos que las nuevas generaciones de pasteleros sientan Gil como una gran familia»

Ahora es Mariano quien está al frente de la dirección y trata de respetar la mayor herencia que le dejaron sus tíos: el valor personal de una empresa que, sin lazos de sangre, mantiene el matiz familiar. «Cada vez es más complicado pero intentamos que las nuevas generaciones que entran también sientan que esto es como una gran familia», explica. Y la realidad es que, trabajando a destajo para dar un servicio excelente el Lunes de Aguas -con una producciónde 6.000 hornazos- las miradas cómplices y el trato con Marino revelan que, ese ambiente hogareño, ha sido otro objetivo conseguido.

Entre los trabajadores del obrador y los dependientes de las tiendas, la plantilla asciende a más de ochenta personas de las que destaca su valor para hacer posible lo que es, hoy en día, la Confitería Gil. Todos a una: los que están rozando la jubilación tras medio siglo con las manos en la masa y los recién llegados que les esperan años para dominar el oficio completamente. Décadas les separan, y seguir escribiendo capítulos de la Confitería Gil les une.

El antojo insatisfecho que provocó la normalización del hornazo

«La historia de cómo mis tíos consiguieron, sin querer, que el hornazo se vendiera cualquier día del año y no sólo el Lunes de Aguas». Así comienza Mariano a introducir una anécdota que llevó, al menos en la Pastelería Gil, a venderse este alimento tan charro para cualquier ocasión. «Semanas después del Lunes de Aguas le encargan a mi tía un hornazo, y mi tío dice: 'Hacemos dos: el encargo y otro para nosotros que tengo ganas de comer hornazo'». Sin embargo, nunca llegó a catarlo porque se vendieron los dos. «Mi tía decía: '¡Cómo teniéndolo en la tienda, si me lo pide un cliente, no lo voy a vender'!». Esa jugada se repitió durante varios días. Días en los que el tío Agus nunca llegaba a satisfacer su antojo. Así, comenzaron a venderse en la tienda todos los días y, con una producción mucho mayor diaria, alguno se pudo guardar para Agustín Gil.

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